Ayer yo visité la cárcel de Sing Sing y en una de sus celdas solitarias, un hombre se encontraba arrodillado al Redentor: piedad, piedad de mí, mi Gran Señor. Más cuando me miró, a mí se abalanzó; y con voz temblorosa y recortada: escucha, triste hermano, esta horrible confesión; aquí, yo condenado a muerte estoy... Yo tuve que matar a un ser que quise amar y, aunque aún estando muerta, yo la quiero... al verla con su amante, a los dos los maté, por culpa de ese infame moriré. Minutos nada más me quedan ya para expirar, la silla lista está, la cámara también. A mi pobre viejita, que desesperada está, entréguele este recuerdo de mí.
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