Era una mañana soleada en Zimbabwe. Decenas de alumnos de entre 6 y 12 años de la Escuela Ariel estaban en el recreo cuando se desarrolló el acontecimiento descrito. De repente, una luz encandilante rompió la ociosa calma. Muchos empezaron a correr, algunos se quedaron mirando inmóviles, otros tantos gritaron: “¡OVNIS!”. Y allí estaban, vestiditos de negro como si fueran buzos, con su cabeza grande y verdosa y sus ojos oscuros, enormes e hipnóticos. Su mandíbula, puntiaguda, tenía forma de “W”. Habían descendido de naves espaciales. Objetos voladores no identificados de diferentes tamaños con forma de disco y lucecitas que, en su estadío final, permanecían flotando sobre la maleza en las afueras del patio. El espacio, abundante en naturaleza, solitario entre los árboles y la tierra, era ideal para su aterrizaje anónimo. El sonido de la escena, como el que emanan las flautas. Kudzanai, Emma, Salma y Lisil eran al
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