El término compasión procede del latín cumpassio: un calco semántico del vocablo griego sympátheia, que significa literalmente sufrir juntos. De ahí, uno podría interpretar la compasión como un sentimiento humano que se manifiesta por, desde y a través del contacto y la comprensión del sufrimiento de otro ser. En este sentido, no sólo implica la presencia de empatía cognitivo-afectiva por las circunstancias ajenas, sino que requiere además una percepción, acompañamiento y compenetración más profunda en el otro como ser-que-sufre y, por consiguiente, la toma de acción en aras de evitar, aliviar, reducir, remediar o eliminar por completo dicha situación aflictiva: “Oye, me compadezco de ti. Me abruma y entristece que estés sufriendo de esta manera… Quiero estar a tu lado para brindarte mi ayuda y apoyo en todo aquello que tú necesites y yo pueda ofrecerte”. Ahora bien, me gustaría plantear una disyuntiva de lo más inquietante que dará cuerpo al resto de la disertación: ¿Por qué hay tanta gente que no tiene ningún reparo en ser compasivo con los demás e, irónicamente, no dejan ni un triste ápice de compasión para con ellos mismos? Puesto en palabras más llanas, ¿qué ocurriría si aplicáramos este principio a nuestra propia persona?
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