“Oh dulce niña pálida, que como un montón de oro de tu inocencia cándida conservas el tesoro; a quien los más audaces, en locos devaneos, jamás se han acercado con carnales deseos; tú, que adivinar dejas inocencias extrañas en tus ojos velados por sedosas pestañas, y en cuyos dulces labios -abiertos sólo al rezo- jamás se habrá posado ni la sombra de un beso... Dime quedo, en secreto, al oído, muy paso, con esa voz que tiene suavidades de raso: si entrevieras dormida a aquel con quien tú sueñas, tras las horas de baile rápidas y risueñas, y sintieras sus labios anidarse en tu boca y recorrer tu cuerpo, y en tu lascivia loca besar tus pliegues de tibio aroma llenos y las rígidas puntas rosadas de tus senos; si en los locos, ardientes y profundos abrazos agonizar soñar de placer en sus brazos, por aquel de quien eres todas las alegrías, ¡Oh dulce niña pálida!, di, ¿te despertarías?“
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